Entre truenos eléctricos y escalas imposibles, Yngwie Malmsteen desató su tormenta neoclásica en el Pabellón del Palacio, donde cada nota fue relámpago y cada solo, un conjuro de fuego y precisión.
Por Ricardo Gutiérrez |
La noche del 28 de junio, el firmamento de la Ciudad de México fue convertido en escenario para el virtuosismo feroz de Yngwie Malmsteen, en una velada cargada de técnica y drama, celebrando su 40° aniversario como leyenda viviente del metal neoclásico. Desde las 9:00 p.m., los acordes eléctricos comenzaron a reverberar dentro del Pabellón Oeste, convocando a una legión ávida de velocidad, precisión y pasión.
Ante un recinto lleno hasta el último rincón, el sueco emergió envuelto en su icónica aura virtuosa, respaldado por un muro de amplificadores Marshall y su emblemática Fender Stratocaster. El público, compuesto por fanáticos y guitarristas ansiosos, se encontró con un despliegue imparable de shredding neoclásico: escalas imposibles, arpegios infinitos y solos que parecían desafiar la física.
El repertorio no se limitó a repasar éxitos; lo desplegado fue un músculo creativo. En más de hora y media de concierto, resonaron composiciones como Rising Force, Far Beyond the Sun y fragmentos incendiarios de clásicos como Smoke on the Water, así como secciones de su última etapa, incluyendo temas de Parabellum con versiones que dedicó a rendir tributo a Paganini.
La energía de la audiencia fue in crescendo: desde los primeros compases, se hizo evidente la absoluta devoción hacia el sueco. Aplausos y vítores acompañaban cada nota, cada cambio vertiginoso. Aunque algunos temas fueron ofrecidos en versiones abreviadas, el circo técnico montado por la banda —incluyendo bajista, tecladista y batería impecables— mantuvo la tensión al máximo .
A las 11:00 p.m., tras un último solo instrumental que explotó en octavas imposibles, Malmsteen agradeció con humildad su presencia en México. Giró la cabeza hacia sus músicos, bajó ligeramente la mirada y cerró con un gesto casi religioso, despidiéndose junto a un rugido de aplausos y bravos.
Al apagarse las luces, el Pabellón quedó envuelto en éxtasis: para muchos, fue un reencuentro con el arte de la guitarra en su forma más virtuosa y visceral. Aquella noche, Malmsteen no solo celebró cuatro décadas sobre los escenarios: reafirmó, una vez más, por qué su nombre sigue siendo sinónimo de velocidad, técnica y alma neoclásica.
Una noche para la historia del metal en México, en la que un maestro de las seis cuerdas volvió a encender la llama del neoclásico.
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